¿Has visto alguna vez un león marino?

He encontrado un término inglés que no conocía y me parece tan relevante que quiero compartirlo con vosotros. Es probable que ya estéis familiarizados con el concepto de «Gaslighting» o «Luz de Gas»: ya sabemos qué es, cómo se siente, cómo reconocerlo y cómo podemos combatirlo. Hemos hablado de ello en alguna ocasión, y nuestros compañeros de Cenit Psicólogos tienen un artículo útil y muy aclaratorio.

La verdad es que no estoy segura de cómo traducir lo que os traigo hoy, pero en inglés es Sealion, término que traducido literalmente hace referencia al hermoso ejemplar de la foto: Un león marino. En castellano se está usando «marinero», pero no me convence.

«¿Por qué?», «¿Me lo puedes explicar?», «¿De dónde has sacado esa información?», «¿Qué quieres decir con eso?». Así nos hablan los «leones marinos» que nos encontramos entre nuestros contactos. Algunas personas, y confieso que es mi caso, tenemos por costumbre colaborar y responder las preguntas, contribuir a reducir la incertidumbre del otro y, si la situación lo requiere, compartir nuestro conocimiento y argumentar nuestras opiniones. Además, suele gustarnos escuchar otras opiniones y podemos incluso disfrutar del intercambio de argumentos, considerándolo enriquecedor y una fuente de crecimiento. Con uno de estos sealions, entramos al trapo.

Ahora, el mismo deseo de compartir y aclarar información nos puede colocar en el punto de mira de estas personas cuyas preguntas inquisitivas no terminan nunca. La interacción se convierte en una especie de «troleo» amable, más allá del argumentum ad nauseam.

«¿Hay evidencias de eso? ¿Me puedes explicar a qué te refieres con…? Sólo te estoy preguntando, ¿por qué te pones así? Sólo pregunto porque quiero saber…». Parece que no hay nada de malo con esto. Parecen preguntas correctas, respetuosas y fruto de la curiosidad… O no. 

Entonces, ¿qué es un león marino? Es alguien que te pone en una situación en la que parece que tienes que dedicar tu tiempo y esfuerzo a educarle. Hay quien lo describe como una especie de interrogatorio agresivo, aludiendo al propio desconocimiento para conseguir que alguien te explique las cosas. 

El término se originó en 2014 con una tira cómica de Wondermark de David Malki: Un personaje verbaliza que no le gustan los leones marinos y un ejemplar aparece, se entromete para pedirle explicaciones e intenta, de manera repetida y exageradamente educada, que argumente su opinión, llegando a perseguirle e invadiendo la privacidad de su propia casa.

Quizá lo más destacado de este fenómeno es que el interrogatorio no termina nunca, no importa cuánto se esfuerce el interlocutor. El león marino continúa preguntando, y claro, el receptor de esta lluvia de interrogantes, que quiere ser amable, honesto y correcto, continúa tratando de satisfacer ese insaciable agujero negro. Esta forma de intercambio, esta especie de «discusión» acaba resultando frustrante y agotadora para todo aquel que tiene por principio ser educado.   

En 2017 la Universidad de Harvard publicó un estudio (Perspectives on Harmful Speech Online) sobre las formas de discurso dañinas en el que se explicaba que el «sealioning» es una actuación intencional y combativa de la ignorancia. Incluye una mezcla de preguntas persistentes sobre información básica y accesible (podrían responderse en pocos segundos preguntando a Google), comentarios corteses y argumentación lógica. Se insiste en voz alta en la necesidad de un debate razonable que se disfraza como un intento sincero de aprender y comunicarse.

La persona que se comunica de esta manera finge ignorancia y cortesía, generando una situación peculiar: Si respondemos amablemente las preguntas se perpetúan hasta el infinito. Esta situación agota la paciencia, la atención y la intención comunicativa de quien la sufre, pero si respondemos con enfado, nuestro león marino actúa como la parte agraviada.

Si bien las preguntas del «león marino» pueden parecer inocentes, su intención es maliciosa y tienen consecuencias dañinas.

Como los leones marinos, estas personas pueden actuar en solitario o en manada. Y con todo lo que os he contado, seguro que os habéis dado cuenta de que las redes sociales son un hábitat donde proliferan. Es frecuente que aparezcan interrumpiendo una conversación y su presencia genere una rápida polarización. Las víctima gasta su energía en dar largas explicaciones a las preguntas formuladas, que pueden ser ambiguas, sugerentes o engañosas, hasta que se agota y, cuando trata de poner fin, es acusado de tener una actitud hostil.

Ahora que ya sabemos qué pinta tienen… ¿Cómo se os ocurre que podemos manejarnos cuando nos encontremos con uno?

La hiperproductividad en tiempos de confinamiento

Muchos de nosotros llevamos cerca de tres semanas en casa, saliendo lo justito dentro de los márgenes que el estado de alarma permite.

Este dichoso virus ha hecho realidad lo que tantas veces habíamos expresado como deseo: ¡Qué ganas tengo de estar en mi casa!. Pues hale, dos tazas.

Una situación como ésta tiene la potencialidad de desencadenar reacciones de todo tipo. Una de ellas, muy común, es la hiperactividad. En los primeros días se pusieron en marcha cientos de iniciativas para mantenernos entretenidos. No sé si entretenidos u ocupados: Bibliotecas digitales interminables, teatro y conciertos online, clases y cursos de todo lo que os podáis imaginar, quedadas en la ventana para aplaudir, para el vermú… Todo esto está fenomenal, pero ¿qué pasa si lo que el cuerpo te está pidiendo es no hacer nada?.

Este confinamiento, no lo olvidemos, tienen un sentido: Ponernos a salvo e intentar aplanar esa dichosa curva con la que se nos bombardea desde los medios de comunicación. Y, si es necesario protegernos, es porque hay un peligro: una amenaza real para nuestra salud y nuestra vida (no voy a hablar de la economía, de eso que se ocupen otros). Nuestro organismo tiene tres formas básicas de funcionar ante una amenaza, las 3F de los angloparlantes: Lucha (Fight), huida (Flight) y bloqueo o parálisis (Freeze). Tienes una explicación estupenda aquí:

Parece que la sociedad en que vivimos, que valora y ensalza la productividad por encima de todo, nos impulsa a llenar este tiempo de actividades. Y si no aprovechamos para hacer un curso a distancia, practicar ejercicio a diario, aprender a tocar la guitarra, participar en un challenge y subirlo a las redes sociales, preparar comida casera, leer todos los libros que teníamos pendientes, engullir un par de series y replicar la receta de bizcocho de la abuela, parece que no estamos haciendo nada.

¿Pero qué pasa si no me apetece hacer nada?

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Pues nada. No pasa nada. De verdad.

Considero que es necesario, en un momento así, que nos paremos a pensar si estamos haciendo lo que de verdad nos apetece o nos estamos dejando arrastrar por la vorágine y la presión social. Lo que para algunos puede ser una fuente de motivación e ideas para el entretenimiento, para otros, que no se sienten identificados con las actividades o, sencillamente, no les apetece, puede ser causa de frustración, ansiedad y… (¡Oh, sí, mi favorita!) ¡Culpa!.

Para. Por favor, para y escúchate: ¿Es toda esa actividad una manera de huir de lo que estás sintiendo?

Lo que está ocurriendo en estas semanas sacude fuertemente nuestros sistemas de protección normales, afectando a nuestra sensación de control, conexión y significado y activando un montón de emociones a las que hay que dar cabida. Y en eso, el cuerpo manda

Haz un poco de caso a tu cuerpo y dale lo que pide. Si sientes que no estás haciendo nada, lo más probable es que estés cuidando de ti. Y en un mundo tan centrado en producir, en ser y aparentar, en que se vea, el autocuidado pasa desapercibido.

Fíjate, ¡Y tú sintiéndote culpable por desaprovechar el tiempo!. Estás desaprendiendo una lógica impuesta por un sistema que invisibiliza los cuidados. Estás volcándote en lo esencial y cerrando tus oídos al ruido atronador que viene desde fuera. Estás cuidando de lo esencial.

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A lo mejor hoy te has quedado un poco más en la cama, disfrutando del calorcito y la suavidad de tus sábanas.

Te has aseado y has preparado un buen desayuno.

Te has echado crema en esas manos, que ya se sienten resecas por tanto jabón y gel hidroalcohólico.

Has llamado a un amigo, a tu abuela, a tu padre o a tu prima.

Has hecho algunas respiraciones profundas, porque has notado esa punzada en el pecho que te avisa de que algo no está yendo bien… Y la sensación se ha suavizado.

Has recogido la manta que anoche dejaste en el sofá y has disfrutado de los mimos de tu mascota.

Has saludado a la vecina desde la ventana y le has dicho que le sienta bien el rojo de su camiseta.

A lo mejor has hecho todo eso y unas cuantas cosas más, y en tu cabeza está sonando la vieja melodía de la culpa: Otro día más que no he hecho nada… Vamos a revisar ese discurso interno y contarnos la historia de otra manera. No olvides que, como hemos hablado otras veces, el lenguaje que utilizamos modela nuestra forma de pensar.

Espero de corazón que puedas disfrutar de ese «nada» que haces, que es lo que te mantiene con vida y te permite mantener lubricados los engranajes que hacen que puedas desarrollar todo lo demás.  Y espero, también, que todo esto nos sirva para desaprender y colocar el autocuidado en el lugar que le corresponde: el centro de nuestras vidas.

¡Cuídate mucho!

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¿Cómo se afina un/a buen/a terapeuta?

Los terapeutas debemos tener en cuenta que nuestro instrumento para hacer terapia somos nosotros mismos.

Cuando tenemos un instrumento musical y queremos que suene bien, antes de intentar tocar una melodía debemos comprobar que está bien afinado.

¿Cómo se afina un terapeuta? Con formación, supervisión y mucho (¡mucho!) trabajo personal.

Nosotros, como los instrumentos, una vez afinados no permanecemos así para siempre: Necesitamos de vez en cuando una puesta a punto.

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Hay quien piensa que los terapeutas somos cotillas. A mí me gusta decir que somos curiosos profesionales. Probablemente la curiosidad sea una de las características de base en todos nosotros. ¿Quién querría escuchar las historias de la vida de la gente? Un rato, casi cualquiera. Una jornada completa, sólo unos cuantos. ¿Cada día laborable durante el resto de su vida? Solamente los curiosos profesionales.

Pero ojo, que ser chismoso no es lo mismo q ser cotilla, y ser cotilla no es ser terapeuta. Aunque la traigamos instalada de serie, la curiosidad se educa, se aprende… Se entrena para convertirla en curiosidad terapéutica.

La curiosidad resulta, entonces, uno de los componentes fundamentales de la terapia. Junto con el respeto, la claridad, la confidencialidad y las reglas explícitas conforman el marco de trabajo terapéutico, la partitura sobre la que terapeuta y paciente escriben juntos su melodía.

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