«Me gustaría que me contara sus cosas…» Sobre la confianza entre padres e hijos.

Una familia con adolescentes

A lo largo de mi experiencia profesional, han sido muchos los padres que me han comentado que les gustaría participar más en la vida de sus hijxs, que sienten que viven con desconocidxs y que les agradaría enormemente que sus chicxs les contaran sus cosas. No importa la edad de los «niñxs» en cuestión, este discurso es muy común. Tal vez demasiado.

De la misma manera, me he encontrado con hijxs, tanto fuera como dentro de la consulta, que se mueven entre dos polos: en un extremo, tenemos a aquellxs a los que les gustaría tener más confianza con sus padres y poder contarles algunas cosas, acudir a ellos en busca de consejo u opinión y compartir una parte, que ellos elijan, de su intimidad. Del otro lado, están aquellos hijxs que se sienten completamente invadidos por sus progenitores. Es común que traten de mantenerlos al margen de sus asuntos privados, y se sientan identificados con la Guardia de la Noche en su labor de defender los Reinos de los Hombres y proteger la frontera de Poniente del ataque de las fuerzas de más allá del muro (sí, yo también soy fan de GoT)

guardianes del muro ataque GoT

Hace unos días, una conversación con una madre me hizo reflexionar. En mi opinión, la intimidad emocional, tan necesaria en todas las etapas del desarrollo, se forja desde la más tierna infancia. La seguridad y complicidad necesaria para poder compartir con el otro nuestras necesidades y preocupaciones parte de un vínculo sano: la presencia y la disponibilidad son los cimientos, pero no bastan. Se necesita también escucha atenta y aceptación incondicional. Y volvemos al tiempo dedicado a la relación con el otro: no en cantidad, sino de calidad.

Sin esta intimidad emocional, nos vemos obligados a crecer en soledad. A no poder compartir nuestras pasiones ni nuestros miedos. A tomar nuestras propias decisiones sin contrastarlas con los demás. Y a equivocarnos. Los errores son inevitables, parte imprescindible del proceso de aprendizaje y, por tanto, de la vida. Sin embargo, resulta llamativo cómo, por tratar de ocultar algo que consideramos va a ser juzgado por el otro como un error, la comunicación con el otro se distorsiona y la relación se enrarece.

Y es que resulta complicado compartir nuestra vivencias con los demás sin sentirnos juzgados. Piénsalo: Si repasas las conversaciones que has tenido estos días con familiares, amigos, compañeros de estudios o de trabajo… Seguro que te viene a la cabeza más de un ejemplo en el que has sentido que el otro te colocaba en un posición de evaluación, te has sentido juzgado y te has replanteado la idoneidad de lo que has hecho… O tu elección a la hora de contarlo.

Somos de gatillo fácil. Con demasiada frecuencia, cuando alguna persona cercana se abre a nosotros y comparte sus anécdotas, sus experiencias o sus preocupaciones, inmediatamente nos ponemos en «modo solucionador» y ofrecemos alternativas. La realidad es que, en la mayoría de las ocasiones, la otra parte sólo necesita ser escuchada. Nos pide prestados nuestros oídos, nuestro cerebro y nuestro corazón para que seamos testigos mudos mientras ordena sus pensamiento, narra su historia, repasa los detalles… Y llega a sus propias conclusiones.

Todo estos es mucho más sencillo de lo que parece: ¿Quieres que te cuenten? Escucha. Pero escucha de verdad. Y habla tú también. Los padres, como siempre, con la mejor de las intenciones, tienen por costumbre proteger a sus niñxs manteniéndolos al margen de casi todo. Si nos paramos a reflexionar, nos damos cuenta enseguida de que poco sabemos de la vida de nuestros padres antes de que se convirtieran en eso, en padres. Y la realidad es que ellos, como nosotros, tienen y han tenido múltiples experiencias y desempeñan roles diversos: son padres, sí, pero también cónyuges, hijos, hermanos, nueras, yernos, cuñados, amigos, novios, alumnos… Ellos también tienen muchos rostros.

caras GoT Casa de blanco y negro

Y toda esta información, tan valiosa, pasa desapercibida para nosotros. De este modo, niños y adultos construyen vidas paralelas. Esta actitud nos aleja emocionalmente y construye, siguiendo con la metáfora, un enorme muro entre nosotros. ¿Cómo va a compartir un niño sus experiencias, sus gustos, sus preocupaciones… Si crece en un mundo donde nadie más lo hace?

Curiosamente, los esfuerzos de los padres por proteger se vuelven en su contra, y en lugar de crear un ambiente seguro y amoroso, se establece un clima afectivamente helado en el que, por si fuera poco, periódicamente cae una lluvia de preguntas que huele a interrogatorio: «¿qué tal hoy en el cole? ¿qué has hecho? ¿te has portado bien? ¿y en el recreo? ¿con quién has jugado?, pero ese niño saca malas notas, ¿verdad?…» 

Cometemos un enorme error si pensamos que de esta manera estamos conectando con ellos. A nadie le gusta tener que responder a un interrogatorio, y tampoco a nuestros hijos. Lo que necesitan y con toda probabilidad desean es que estemos disponibles para, en caso de necesidad, poder acudir a nosotros. 

Y tú, ¿qué opinas?

Ya sé que me quieres… ¡pero quiéreme mejor!

Hace unos días, cuando me preparaba para escribir esta entrada, leí, por una de esas casualidades que no existen, un artículo titulado “Educar en la corresponsabilidad, en querer bien al otro y a uno mismo” (madre reciente, te me has adelantado). Mi intención era estrenarme en el blog escribiendo sobre inteligencia interpersonal, relaciones y corresponsabilidad (entendemos por corresponsabilidad la implicación de ambas partes en cualquier relación diádica), pero, dadas las circunstancias, habrá que darle un giro al asunto.

Seguramente tú, que nos lees, quieres a alguien. Todos queremos a alguien; todos, salvo algunos perfiles psicopáticos en los que no es mi intención entretenerme, al menos hoy, tenemos sentimientos de amor, ternura y deseos de cuidar a otros seres vivos. Y seguramente, algunos de esos seres sean de tu misma especie.

Pero… ¿podemos podemos querer mejor?

Incontables son las páginas que se han escrito sobre el amor, lo que se siente, lo que se hace, sus implicaciones… En novelas, poemas, ensayos y canciones, se sufre por amor. Y en la vida

¡Que levante la mano el que no haya pasado un mal rato!

Volviendo al tema de las inteligencias, quizá las más relevantes cuando se quiere (y se quiere bien), sean la inter y la intrapersonal. El punto de partida en las relaciones es lo que Daniel Goleman llamó Inteligencia Emocional, “el conjunto de habilidades que se basan en la capacidad de reconocer emociones propias y ajenas que nos guían en el pensamiento y en la acción”. Se trata, por tanto, de competencias actitudinales y de comunicación.

Para querer mejor, no basta con comprender al otro, reconocer y percibir sus sentimientos, necesidades e intenciones y responder de manera adecuada.

Hace falta mucho más que empatía

Y es aquí donde entra en juego lo intrapersonal: ¿qué va a ocurrir si sólo contemplo al otro? Si pierdo de vista mi sentido de la independencia, mi autoestima, mis deseos y mis necesidades, es posible que quiera, quizá quiera mucho, pero no quiero bien. Ni al otro, ni a mí mismo.

Siempre me ha llamado la atención ese adverbio de cantidad en el contexto de “las cosas del querer”. Hace ya algún tiempo tuve la dudosa fortuna de presenciar una discusión de pareja en la que una de las partes formulaba la siguiente petición: “no me quieras tanto”.

Ahora, al escribirlo, se me escapa una sonrisa

Seguramente algunos de vosotros hayáis tenido la experiencia de sentiros asfixiados por el cariño de otra persona: padres, parejas, amigos, hijos… Es una situación compleja que despierta en el objeto de amor sentimientos ambivalentes que, con frecuencia, llevan la relación a un desenlace poco agradable para ambas partes. En esos momentos, no quieres que te quieran, quieres que te respeten.

Para querer mejor, y voy terminando, es necesario construir una percepción precisa del otro y de nosotros mismos, (defectos y manías incluidos), sin fantasear ni idealizar a ninguna de las partes. Esto es de suma importancia, pues resulta necesario para poder aceptar y respetar al otro tal y como es. Muchas veces hacemos grandes esfuerzos por intentar comprender los motivos del otro y, sin embargo, perdemos de vista que no se trata de entendernos, sino de aceptarnos en nuestras diferencias.

¿Y qué es eso de aceptarnos? Nada más (y nada menos) que saber quiénes somos de manera individual: quién soy yo, quién eres tú, y reaccionar de acuerdo con esa información.

En palabras de Antonio Gala:

«El verdadero amor no es el amor propio, es el que consigue que el ser amado se abra a las demás personas y a la vida; no atosiga, no aísla, no rechaza, no persigue: solamente acepta».

María Jimenez

María Jiménez
Visita mi web
@May_Jim_Al